lunes, 22 de julio de 2013

Artículo de Roberto Samper, en la revista de Radio La Granja (Julio-Agosto 2013)

De todos los fenómenos naturales, de todas las muestras que este planeta nos da de su belleza, pocas han sido nunca tan inspiradoras como lo puede llegar a ser un río. Tal vez sea por su sonido ronco, constante y arrullador o quizás por encarnar a la perfección con su parsimonia infalible la metáfora del tiempo que todo lo devora; o a lo mejor simplemente las musas se nos aparecen allí, entre sus aguas, porque es imprescindible un entorno mágico para que nos dejen mirar bajo sus faldas. Lo cierto es que desde Jorge Manrique y sus vidas que son ríos y van al mar, hasta Lorca y su romancero gitano, la lírica hispana ha adornado sus versos ininterrumpidamente con las dulces aguas corrientes de nuestra tierra. Puede que nos impresione pensar que sea el constante fluir de aguas lejanas durante siglos y siglos de incansable trasiego lo que moldee el sueño de nuestros paisajes. Que idílicos recuerdos de amores de verano se mezclen en nuestra memoria con sonidos fluviales o que nuestro subconsciente vertebre este país mayoritariamente en función de las cuencas y sus sotos. Lo cierto es que ahora, con la llegada de julio y su consiguiente subida de temperatura, con ese aroma a gazpacho entremezclado con lociones de protección solar, a la pregunta habitual de ¿Playa o Montaña? se me hace imposible responder de otra manera que no sea con un "Río".

Aquellos que decidan veranear por Europa podrán contemplar como el Támesis riega la influyente Londres, el Sena adorna la hermosa París, el Tiber guarda los secretos de Roma, concentra y encierra los tesoros de la berlinesa isla de los museos el Spree y se tiñe de verde el Liffey en Dublín para celebrar el día de San Patricio. Los que opten por otros parajes más lejanos quizás pierdan la respiración junto al Amazonas o el Ganges, o vean llorar al Nilo por la situación de sus súbditos. Mientras aquellos que permanecen cerca de
sus hogares, es posible que se decanten por esa poza en la que de niños jugaban a tirarse gritando Gerónimo antes de sumergirse en sus heladas aguas.

En tiempos convulsos, la tranquilidad de un río, su paciente mensaje de alcanzar lo imposible con la sutileza de la perseverancia, es un oasis en el que conviene zambullirse con asiduidad. Pero como si de castores con escaño se tratase, a veces decisiones políticas, difícilmente entendibles, ponen diques a nuestros recuerdos y emponzoñan nuestras esperanzas. Algo así le sucederá pronto, si nadie consigue evitarlo, a los habitantes del turolense pueblo de Aguaviva, que verán como el sentido mismo de su topónimo les es arrebatado con la construcción de una presa en su río Bergantes. Hablo de aquellos que se relajan en sus orillas al calor de un libro, de los jóvenes que juegan en sus cristalinas aguas, de los peces, las nutrias, los cangrejos y todos los demás seres vivos a los que se embargará su hogar. Convertirán Aguaviva en un pueblo sin río, como aquél que producía claustrofobia a los personajes de la casa de Bernarda Alba, si no cunde el ejemplo de Fuenteovejuna. Erosionarán el futuro de la localidad como quien sacrifica un peón en una interminable partida de ajedrez y ni siquiera saldrá en las noticias.

Son muchos ya los que claman que "El Bergantes no se toca". Ayúdate a conservar este privilegiado enclave de la geografía aragonesa informándote acerca del proyecto y colaborando en la medida en que te sea posible. No permitas que arrebaten la vida a Aguaviva.

Roberto Samper